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Pásame el brócoli, por favor

Cuando un miembro de la familia se aparta de la fe, puede ser difícil mantener una buena relación. Pero incluso el gesto más sencillo —hecho con amor— da espacio para que Dios obre.

Patricia Raybon 25 de mayo de 2025

Nos sentamos alrededor de la mesa de la cocina de mi hija, listos para degustar un arroz con pollo, pero sabiendo que debíamos orar primero. Sin embargo, no lo hicimos. Nuestra hija Alana se convirtió al islam, y en su casa —sentada con su esposo y sus hijos musulmanes para comer—  su padre y yo inclinamos nuestras cabezas para dar gracias, pero no dijimos ni una palabra.

Así fue como empezó la división en nuestra familia: con una hija que escogió seguir al islam y no a Cristo, causando una división que apareció en el peor momento. El fracaso fue nuestro, desde el punto de vista de mi esposo y el mío, lo cual no fue fácil de aceptar. Habíamos viajado a Texas para cenar con ellos —esa ocasión especial cuando los seres queridos se reúnen para disfrutar de una rica comida después de un largo día, contar anécdotas, pedir o dar consejos, reír, compartir el amor alrededor de un plato. En cierto momento, una bandeja grande de arroz con pollo fue colocada delante de nosotros, preparada con delicadez y habilidad por nuestro yerno quien es amante de la cocina.

Sentados a la mesa con cada uno de nuestros nietos en su lugar, estábamos agradecidos a Dios por su bondad para con nosotros en el viaje que habíamos hecho, por nuestro tiempo en familia y por la comida. Pero cuando llegó el momento de dar gracias por la comida, mi esposo y yo vacilamos, tratando de no complicar nuestra ya difícil situación si mencionábamos el nombre de Jesús. Sin embargo, sentimos que esta omisión no estuvo bien. Los dos suspiramos, y nos miramos el uno al otro —con una mirada que reconocía que nos habíamos rendido otra vez a lo que ahora era normal en nuestra familia, ¿pero no deberíamos ya habernos acostumbrado?

Fotografía por Iain Bagwell

Por el contrario, nos sentamos en silencio, viendo como nuestro yerno llenaba abundantemente su plato, mientras que mi esposo y yo habíamos elegido, esa noche, no dar las gracias a nuestro Señor. Sintiéndonos culpables, estábamos confundidos y deprimidos. Bueno, hablaré por mí. Mi esposo finalmente comió, y lo hizo con apetito. Pero yo apenas probé la comida, tratando de entender lo que el Señor me estaba pidiendo que hiciera en la vida de nuestra familia. ¿Debía actuar educadamente? ¿Darle la espalda a mi hija, y distanciarme de ella? ¿Invitarla a volver a Cristo? ¿O comer, y no decir nada? Estas son las decisiones difíciles con las que tiene que lidiar una familia dividida. Es un camino lleno de baches, dificultades y obstáculos. Como me escribió una madre en una carta: “Todos mis hijos ‘diferentes’ vendrán a casa este año para el Día de Acción de Gracias, y eso me aterra”.

Más allá del terror, muchos de nosotros, que somos cristianos —pero con familias dividas por nuestra manera de vivir, creencias políticas, creencias religiosas, entre otras cosas más— simplemente nos sentimos confundidos.

¿Qué quiso decir Jesús con esta difícil pregunta?: “¿Creen ustedes que vine para establecer la paz en este mundo? ¡No! Yo no vine a eso. Vine a causar división. En una familia… el padre y el hijo se pelearán, la madre y la hija harán lo mismo” (Lc 12.51, 53 TLA).

Pero ¿mi hija también, Señor?

Esta es la pregunta que quiero hacerle a Dios. Pero, en vez de eso, al estar en la mesa de mi hija, lo que digo es: “Pásame el brócoli, por favor”. Esto es “ser amable”, y se siente como una concesión, especialmente cuando están en juego tantas cosas vitales, como la salvación de mi hija y de su familia. Sin embargo, en mi familia, “discutir” por Cristo ha llevado exactamente a eso: a una discusión que ha dejado heridas. Me vuelvo didáctica, exigente, poco amable e insultante. Por tanto, finalmente le digo al Señor: “¿Qué quieres que haga?” Su respuesta en esta comida es: “Pásame el brócoli, por favor”.

Claro, ser amable. Y no olvidar amarnos unos a otros.

Pero, por alguna razón, todavía no estoy satisfecha.

Sin embargo, obedezco, y observo a mi hija servirse su plato y sentarse a la mesa. Sus niños son retados a comerse el brócoli. A la niña mayor le encanta, y devora su porción; pero su hermano lo aparta, y pide más pollo, mientras frunce el ceño ante la vista de la verdura. La bebe suelta una risita, y dice. “¡No!” sacudiendo la cabeza; pero al final come un poquito. Me mira y me ofrece un pedacito de su brócoli.

“¡Abuelita!”, dice alegremente. “Come brócoli”, y se ríe. Entonces, río con ella, disfrutando de nuestro dulce juego.

Estos son momentos de bendición en una familia dividida, y la presión para argumentar sobre teología —o defender la fe cristiana, o ganar unos puntos para Cristo— no hace que mi hija busque al Señor. Por el contrario, la aleja más. Por tanto, me rindo; y le demuestro lo mucho que la amo.

Esto puede ser el mayor acto de fe.

Demostrar amor significa que espero en Dios. Que escucho su voz. Que leo su Palabra preciosa. Que me acerco más a Él. Que aprendo expresiones de bondad. Significa tener paciencia, esperanza y gracia. Veo, como escribió Martín Lutero, que “el llamado de Cristo viene a cada uno en las tareas comunes”. En todas estas cosas, entonces, recuerdo la más importante: que Dios es amor. Especialmente en una familia inusual.

En esta época del año, cuando se acercan los días de fiesta, este es un recordatorio importante. Al decir esto, me apoyo en la antigua promesa que encontramos en el libro del profeta Isaías: “Porque los montes serán quitados y las colinas temblarán, pero mi misericordia no se apartará de ti, y el pacto de mi paz no será quebrantado —dice el Señor, que tiene compasión de ti” (Is 53.10 LBLA).

Me predico esto a mí misma. Por lo tanto, cuando algunos extraños miran con recelo a mi familia, puedo decir que Dios sigue amándonos, tanto a mí como a mi familia.

Por otra parte, Él entiende mi dilema —y la lucha que tengo. “Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino uno que ha sido tentado en todo como nosotros, pero sin pecado” (He 4.15). Él conoce cada error que cometí como madre, el dolor que sentí cuando mi hija me llamó desde la universidad para decirme que había dejado la fe cristiana, y la aprensión que siento ahora —quince años después— en cuanto a su salvación. Después me recuerda que “el perfecto amor echa fuera el temor” (1 Jn 4.18).

Por tanto, me levanto y le digo al mundo que mi respuesta a mi hija musulmana es amarla, aunque el amor en una familia dividida puede ser difícil. No fui una madre perfecta, pero ahora, por lo menos, estoy eligiendo amar. ¿No es eso un buen comienzo, especialmente cuando un miembro de la familia le da la espalda a Cristo?

He aquí una pregunta que le hago a Dios: ¿Estoy equivocada al amar a mi hija? Más allá de amarla, ¿qué debo hacer? Cuando oro, escucho la hermosa respuesta del Espíritu Santo: “Confía en mí. La historia no ha terminado. Hay fortaleza en la espera” (vea Is 40.31). Mientras tanto, estoy preparada, como dice la Biblia, “para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros” (1 P 3.15). ¿Y eso qué significa? Seguir amando.

Así que, después de cenar, ayudo a mi hija a lavar los platos. Yo lavo, y ella seca.

Los niños se han bañado y tienen puesta sus pijamas; están con su papá, listos para leer algunos cuentos antes de dormir. Mi hija y yo hablamos acerca de su vida y acerca de la mía. Y también acerca del temor que tiene de que alguien arremeta contra ella y contra nuestra familia. Esta aprensión, dice ella, la tiene traumatizada.

¿Qué quieres decir?”, le pregunto.

“Me hace sentir paranoica, que gente se me quede mirando, viendo mi hijab, vestida como una musulmana”.

La voz de mi hija es un suspiro en la pequeña cocina. Siento la tensión de su vida en sus palabras sinceras. Busco una respuesta, tratando de decir las palabras adecuadas. Pero no digo nada, sino que la escucho para ofrecerle compasión, empatía o simpatía. O algo que le demuestre que puedo identificarme con ella.

Mientras me habla, recuerdo que cada momento que paso con mi hija musulmana es una oportunidad que tengo para ser sal y luz. Para mostrar la gracia y el poder de Cristo. ¿Qué significa eso, exactamente? Entre algunos de mis amigos cristianos significa presionar con Jesús, enseñar de Jesús, hablar de Jesús —machacando la verdad de la Biblia, hasta que Alana “la comprenda”, y regrese corriendo a los brazos del Señor. Otros piensan que debo ser una buena mamá. Que debo amarla y confiar en Dios.

Ya he decidido, amar y confiar. Nunca imaginé que hacer la paz más allá de cualquier división, puede significar confiar en que el Señor arreglará todo. En todo caso, mientras meto mis manos en la jabonosa agua tibia, dejando que el Espíritu de Dios me guíe durante esta noche, no siento ninguna duda o confusión.

Sigo orando cada día por la salvación de mi hija, y rindiéndome al poder del amor misericordioso.

El día siguiente, mi esposo y yo tomamos de nuevo nuestros asientos, rodeados por nuestra hija y su familia en la cocina. La comida está lista. El momento ha llegado. El esposo de Alana dirige a sus hijos a decir una islámica “gracias” en árabe, utilizando unas palabras que no puedo pronunciar y que tampoco entiendo.

Pero yo también decido orar, así que susurro sin que el techo se derrumbe: “Bendice esta comida, oh Señor, que estamos a punto de recibir. Te lo pido en el nombre de Jesús”. Mi hija levanta la mirada por un momento, sin decir nada y comienza a ayudar a sus hijos. Pero mi esposo, con el tenedor en la mano, añade una palabra santa –“Amén”.

Él y yo nos miramos y sonreímos, sabiendo que hemos dado un buen primer paso. Hemos abierto una puerta, y Dios abrirá más. Luego, con la esperanza de que el amor lo venza todo, inclinamos nuestras cabezas y comemos. Mi comida sabe bien. Está sazonada con amor. Que el Señor haga el resto en su tiempo.

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