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El regalo de la oscuridad

En manos de Dios, lo indeseado se convierte en indispensable.

Christie Purifoy 28 de diciembre de 2025

En el hemisferio norte, la oscuridad del invierno es un fenómeno natural, pero llega con un impacto brusco y poco natural. Para la mayor parte del país, el horario de verano termina precisamente a las 2:00 de la madrugada del domingo 6 de noviembre. Esa noche, las estaciones cambian de forma tan abrupta como un conductor adolescente cambiando de marcha, y nosotros retrocedemos una hora hacia la oscuridad.

Getty Images

Nuestra cena familiar esa primera noche siempre se siente como de otro mundo. Los rostros cansados de mis hijos dejan reflejos fantasmales en el cristal oscuro de la puerta trasera cerca de nuestra mesa de la cocina. Y cada año, la comida de la noche se enfría mientras yo busco a tientas una vela en la alacena.

En la primera noche oscura del año, el contraste entre la negrura de afuera y el resplandor eléctrico de adentro se siente como un abismo en el que podríamos caer. Por eso, recurrimos a la luz de las velas como nuestro puente. Algunos años recuerdo haber comprado velas de cera con aroma a miel en el último mercado campesino de octubre. Este año, solo encontré dos míseros centímetros de una vela polvorienta y llena de gotas de cera. Sin embargo, una vez encendida, ardió con intensidad en el centro de nuestra mesa de madera llena de cicatrices, con su pequeña llama sintiéndose tan necesaria y vital como la mítica llama de Prometeo.

Curiosamente, ahora parece que tenemos más tiempo a medida que los días se acortan. En lugar de salir corriendo apenas han dado ese único bocado obligatorio a las verduras verdes, mis hijos se quedan más tiempo en la mesa. Hay tiempo para hablar y tiempo para leer un capítulo más de El Hobbit a la cálida luz parpadeante de la estufa de leña de la cocina. Incluso hay tiempo para acostarse temprano y para ese tipo de sueño que solo el invierno tiñe con un matiz de hibernación. 

Quizás fue el cuento de Bilbo cazando su cena lo que despertó mi memoria, o quizás fueron las luces que titilaban sobre la ventana, pero una noche durante las vacaciones de Navidad les pregunté a mis dos hijos si alguna vez les había contado la historia de cómo, cuando yo era niña, salí a cazar pavos salvajes.

Se quedaron boquiabiertos. “¿¿¿Nuestra madre???” decían sus ojos bien abiertos. “¿¿¿La misma que nos dijo un ‘no rotundo y sin discusión’ cuando le pedimos una pistola de aire comprimido???”.

“¿Saliste a cazar pavos?”, preguntó mi hijo mayor.

“Sí”, respondí.

“¿Quién te llevó?”, preguntó mi hijo menor.

“Fui a cazar pavos con mi amiga Kim de la escuela”, dije. “Conduje con su familia hasta la granja de su abuela. Esto fue en Texas. El lugar se llama Hill Country”.

“¿Qué pasó?”, preguntaron al unísono.

“Bueno”, comencé. “Cuando uno caza pavos salvajes, tiene que levantarse temprano, aún estando muy oscuro. Yo no quería levantarme tan temprano. No quería ir a cazar en absoluto, pero era demasiado tímida para decirlo. Solo quería quedarme en la cama caliente hasta que saliera el sol”.

¿Le disparaste a un pavo?

“No”.

¿Y tu amiga?

“No me acuerdo. Supongo que sí, pero no viene a mi mente esa parte en absoluto. Lo que sí recuerdo es el frío que hacía cuando salí por primera vez. No olvido haber visto tantas estrellas por encima de mi cabeza que parecían leche derramada. Fue la primera vez que entendí por qué llamamos a nuestra galaxia la Vía Láctea. Nunca había visto estrellas así. No he visto tantas estrellas desde entonces”.

Mis hijos se quedaron en silencio. Yo esperaba que estuvieran imaginándose las estrellas y no los pavos que tal vez sí o tal vez no vivirían para ver otro día. En la quietud de ese momento, parecía como si pudiera sentir de nuevo mi ansiedad infantil. Ojalá entonces hubiera sabido que la cacería de pavos a primera hora de la mañana, que tanto temía, se desvanecería, dejando en mi memoria solo el gran regalo de esas estrellas. Sabía que nunca diría que sí a la pistola de balines, pero de repente quise dar a mis hijos un regalo como el que yo recibí tantos años atrás. 

En el primer capítulo de Génesis, la creación comienza con la separación de la luz y la oscuridad, el día y la noche. Luego, después de los árboles y antes de las aves, Dios crea las luces, una mayor y una menor, como linternas en el cielo. Este es el primer indicio en la canción de la creación de nuestra propia llegada inminente. Dios dice que el sol, la luna y las estrellas “sirven de señales para las estaciones, para días y años” (Génesis 1.14). Los árboles y las aves no necesitan señales ni contar los años. Pero nosotros sí. Las luces son para nosotros.

Sin embargo, hemos perdido el contacto con los regalos que Dios colocó con tanto cuidado en el cielo nocturno. Nuestras vidas están gobernadas por relojes y calendarios. Las pequeñas luces desaparecen cuando alejamos la oscuridad con nuestros reflectores y pantallas parpadeantes.

Nunca pensé que un atardecer en medio de la tarde fuera un regalo. Ahora, veo que sí lo es. Estaba segura de que nunca podría despertar a mis hijos temprano para salir a caminar en una fría mañana (al menos sin la promesa de una cacería de pavos), pero sí podía sugerir que dejáramos los platos de la cena y saliéramos a pasear en el aire fresco de diciembre.

Nuestra casa en Pensilvania está mucho menos aislada que esa granja en el Hill Country de Texas, pero a medida que nuestros ojos se adaptaban a la oscuridad, apagamos las linternas y levantamos la vista.

Y comenzamos a contar. 

Contamos estrellas en el cielo hasta que se volvió imposible. Contamos las velas eléctricas que brillaban en cada una de nuestras ventanas delanteras. Observamos la fina luna plateada justo por encima del árbol de arce más alto. Debatimos si esa luna proyectaba suficiente luz para hacer brillar la nieve o si la nieve, de alguna manera, estaba iluminada desde adentro. Enseñé a mis hijos una palabra nueva: luminosa.

La luz desbordante de las estrellas. La llama concentrada de un trozo de vela. Un charco de luz de luna sobre la nieve, y la silueta parpadeante de un árbol de Navidad en la ventana. Estas son algunas de las pequeñas luces que pertenecen a esta temporada de oscuridad, y son buenas. ¿Por qué recibir con ansiedad o miedo lo único que las hace posibles? Gracias, Padre de las luces, por la oscuridad.

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