Sucedió más rápido de lo que esperaba. Un hijo empezó su primer trabajo y se mudó, y luego el otro empacó sus cosas y se fue a la universidad —todo en el lapso de dos semanas. Así, de repente, nuestra casa llena se convirtió en una casa silenciosa. Decir que encontré el cambio repentino sería un eufemismo. Me sentí desconcertado. Era como si una puerta se hubiera cerrado de golpe en una temporada que no habíamos llegado a darnos cuenta de que estaba terminando. Y mi esposa, nuestra hija preadolescente y yo, quedamos tratando de entender los nuevos ritmos que traía tanto espacio. Una semana, preparábamos almuerzos, manejábamos los horarios de la escuela y los entrenamientos, y planificábamos las actividades de los niños. A la siguiente, me encontraba mirando habitaciones vacías —escuchando el rechinar del suelo de madera y el returmbar del aire acondicionado— y preguntándome qué había pasado.
Ilustración por Jeff Gregory
Pero el silencio me dio tiempo para reflexionar, y empecé a sentir que el Señor me invitaba a cambiar mi perspectiva. Así que, en lugar de preguntarme, ¿Dónde estoy?, comencé a hacerme la pregunta, ¿Cuándo estoy? La primera pregunta se centra en lo que falta y habla de una sensación de desorientación, la idea de que algo no está bien. Pero la segunda nos ayuda a reconocer el momento en el que estamos, a verlo como parte de una historia más larga y, lo más importante, a considerar lo que Dios podría querer hacer en él.
Resulta que la manera en que enmarcamos nuestra vida es importante.
El Maestro de Eclesiastés nos recuerda: “Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora” (3.1). Habíamos llegado a una temporada de mayor tranquilidad y enfoque en cada uno de nosotros, donde los “pequeños” momentos tenían un significado mayor. En esta etapa de la vida, he llegado a ver que los objetivos son diferentes. Una de las diferencias claves es algo que podríamos haber adoptado antes: calidad del tiempo sobre cantidad de actividad. Estamos aprendiendo a escuchar mejor, a conectarnos más profundamente y a caminar más despacio por nuestros días.
Todas esas cosas apuntan a intencionalidad. En lugar de llenar las horas con nuevas tareas, he tratado de permitir que algunas actividades más profundas llenen ese espacio. Esto significa que paso más tiempo a solas con mi hija; no solo ayudándola con las tareas, sino también prestando atención a sus miedos y sueños, y brindándole la sabiduría que puedo para ayudarla a enfrentar las relaciones. Ser intencional significa planear noches de cita con mi esposa, no para escapar de la calma, sino para abrazarla juntos. También he podido darme más espacio para escuchar la voz de Dios. Más tiempo para sentarme con las Sagradas Escrituras. Más oportunidades para preguntar: “Señor, ¿qué me estás invitando a aprender?”.
Los cambios prácticos han sido relativamente pequeños. A veces cenamos en la isla de la cocina en lugar de hacerlo en la mesa. En este espacio “nuevo para nosotros”, podemos apreciar mejor a las personas que están allí en vez de lamentarnos por las sillas vacías. Pero esos pequeños ajustes reflejan algo más profundo. Muestran una voluntad de adaptarse, lo cual es vital para manejar las transiciones. No puedo aferrarme a cómo eran las cosas antes ni permitir que la nostalgia me paralice. Debo aceptar lo que hay aquí y ahora y confiar en que Dios está obrando, incluso si esta nueva temporada se ve diferente a la anterior.
Mi esposa y yo hemos comenzado a soñar de nuevo como en nuestros primeros años juntos. Hablamos de lugares que nos gustaría visitar, ministerios a los que quizás nos unamos, pasatiempos que podríamos explorar. No estamos solo persiguiendo la emoción o la experiencia. Estamos redescubriendo el propósito donde menos lo esperamos. Después de todo, no hemos dejado de vivir solo porque haya menos exigencias en nuestro tiempo.
La crianza también se ve diferente ahora —aunque no menos significativa. Criar a nuestra hija solo requiere prestar atención a lo que esta hija, en este momento, necesita. Con sus hermanos mayores ausentes, mi hija habla más. Comparte cosas sobre su día, las dificultades que tiene para relacionarse con sus amigos. En el camino a su práctica de teatro, vamos en el coche cantando a todo pulmón canciones de espectáculos, como si fuera nuestro propio ensayo en Broadway. La actividad es tanto tonta como sagrada —el tipo de cosa que le demuestra a ella que la estoy escuchando, que estoy presente y completamente involucrado. Además, es uno de los mayores regalos que puedo brindarle.
Por supuesto, toda transición trae preguntas. Es fácil cuestionar cada decisión —¿Estamos haciendo lo suficiente? ¿Qué pasa si nos estamos perdiendo algo? ¿Cómo manejamos lo que se nos viene? Pero, junto con algo de la confusión que esperaba, también he ganado un sentido más profundo de confianza en que esta temporada no ha sorprendido a Dios como me sorprendió a mí. Entiendo que Él no solo provee lo que necesito, sino que es también Aquel que necesito —tanto para el presente como para lo que está por venir.
Cada temporada requiere que dejemos algo atrás. Y cuando tomamos tiempo para notarlo, nos damos cuenta de que Dios no desperdicia nada de eso. Al mirar hacia atrás, veo cómo la paciencia que aprendí en las largas noches con los recién nacidos me ayuda a desacelerar cuando mi hija necesita tiempo para procesar un día difícil. La flexibilidad que desarrollé en los años caóticos de criar a tres hijos me ayuda a adaptarme rápidamente. Incluso el amor que nos sostuvo en años difíciles sigue moldeando cómo me presento hoy.

Así que aquí estamos, en nuestra casa más tranquila, con un horario más liviano, disfrutando de una vida que, al fin y al cabo, es tan plena como antes. Quiero entregarme a lo que está aquí. Quiero brindar a este momento todo mi amor y atención, como dice C. S. Lewis. “La gratitud mira hacia el pasado”, escribe él en Cartas del diablo a su sobrino. “y el amor hacia el presente” Y sin importar la temporada, podemos estar seguros de que Dios está con nosotros, listo para revelar los dones que nos pertenecen en el momento actual.