En los primeros días de nuestro matrimonio, mientras mi esposo y yo nos adaptábamos a la vida en pareja, a veces actuábamos como si aún viviéramos vidas separadas e individuales. Yo planeaba las comidas y organizaba tareas sin consultarlo, y esperaba que él ayudara cada vez que me viera trabajando. Steve programaba reuniones o se enteraba de actividades en la escuela de los niños y se le olvidaba decírmelo. Aunque él casi siempre tomaba con calma mi falta de sensibilidad, yo me sentía herida con frecuencia. El problema era que yo asumía que él debía saber que yo estaba molesta, aunque no se lo dijera.
Ilustración por Matt Chase
Si bien hemos mejorado en nuestra comunicación, no hemos solucionado todos los problemas de dos pecadores que intentan construir una vida juntos. Siempre tendremos que lidiar con las peores partes de nosotros chocando entre sí.
Pero el matrimonio no es la única situación que obliga a las personas a enfrentar faltas cotidianas. La misma dinámica ocurre en todo tipo de relaciones: con padres, colegas, vecinos, hijos y amigos. ¿Ha estado usted alguna vez en esa situación?
Cuando no se atienden, estos pequeños roces cotidianos pueden convertirse en amargura, lo que lleva a todo tipo de animosidad y discordia.
En Lucas 17, el Señor advierte sobre estos “escollos” en las relaciones. Por extraño que parezca, Él pone la mayor responsabilidad en la persona ofendida, no en el ofensor. Por ejemplo, si un hermano peca, es el agraviado quien debe reprenderlo. Si se arrepiente, el que fue herido debe perdonar. Y si es necesario, repetir el proceso una y otra vez, aunque sea siete veces, dice el Señor (Lc 17.4). Está claro que Él entiende de relaciones.
Pero en el relato de Mateo sobre esta misma historia, vemos que Pedro objeta. ¿En serio? ¿Siete veces? ¿Tengo que perdonar a mi hermano siete veces? El Señor responde elevando la cifra a “setenta veces siete”. Y no solo eso, sino que también cuenta una historia sobre un siervo que, después de ser perdonado de una deuda muy grande, exige a otro siervo el pago de una deuda mucho menor que este tenía con él. Al enterarse de esa doble moral, el amo, que en un principio le había perdonado la enorme deuda, lo echa a la cárcel. “¿No debías tú también tener misericordia de tu consiervo, como yo tuve misericordia de ti?”, le pregunta el amo (Mt 18.33).
Es una pregunta justa. La larga lista de faltas que ocurren en mi vida va en ambas direcciones: soy tanto la que ofende como la ofendida. Pero muchas veces no lo veo así. Es cierto que cuando se trata de asuntos importantes, mi sensible conciencia suele impulsarme a reconciliarme con rapidez. Y también soy rápida en perdonar a otros cuando se trata de faltas graves. Pero en esas interacciones diarias con mi esposo, mis hijos, mis amigos o compañeros de trabajo, cuando alguien dice una palabra hiriente o se come el resto de la comida que yo había planeado para mi almuerzo o exagera la verdad para que la situación parezca mejor de lo que es —me cuesta aceptarlo. No recuerdo todas las veces que he hecho los mismos comentarios hirientes o tomado las mismas acciones ofensivas hacia otros. Asumo el papel de víctima, y si perdono, es por un sentido de magnanimidad que encubre arrogancia espiritual.
Pero ese no es el tipo de perdón al que Cristo nos llama. No podemos condenar los pecados de los demás porque pensemos que somos mucho mejores. Por eso Él nos llama a algo diferente en esta parábola. Nos dice que debemos perdonar “de todo corazón” (Mt 18.35). Porque muchas veces el perdón es solo una pequeña parte de lo que se necesita. Lo que en verdad necesitamos es amar más y mejor.
De hecho, a menudo confundo la necesidad de perdonar con la de amar. Por supuesto, hay momentos en los que debo confrontar el pecado y ofrecer perdón, incluso en las faltas cotidianas. Pero con más frecuencia, lo que en realidad necesito es amar a aquellos cuyos pecados colisionan con los míos. En 1 Pedro 4.8, el apóstol describe este tipo de amor: “Porque el amor cubrirá multitud de pecados”. Es el mismo tipo de amor al que Pablo llama a la iglesia en 1 Corintios 13, un amor que es paciente y bondadoso, que no se irrita con facilidad y, sobre todo, que no lleva un registro de agravios (1 Co 13.4-7).
Este tipo de amor no es sencillo para quienes somos sensibles y propensos a ofendernos por los pecados de otros. Me atrevería a decir que al menos una docena de veces al día sopeso las opciones entre perdonar o amar. Cuando escucho una crítica o detecto un tono sarcástico, de repente mis hombros se tensan y se me corta la respiración. En mi naturaleza humana siento la ofensa y me pregunto si debería decir algo. A veces lo hago, y el perdón llega rápido. Otras veces pienso: El amor puede cubrir esto. Y así sucede. El amor tiene la manera de hacer eso.
El Padre celestial también tiene la manera de hacerlo. Del sacrificio anual de expiación en el Día del Perdón (Yom Kippur), tenemos una mejor comprensión de cómo funcionan juntos el amor y el perdón. La ley de la expiación no fue prescrita para los pecados particulares de las personas. Esos se manejaban mediante ofrendas individuales por el pecado. Pero para todos aquellos pecados no confesados, así como para la presencia continua del pecado que infectaba a toda la nación, los sacerdotes hacían una ofrenda de expiación anual. Se traían dos machos cabríos: uno era sacrificado en el altar y el otro era liberado en el desierto (Lv 16.7-10). Juntos, hacían que el pueblo quedara limpio de sus pecados delante del Señor (Lv 16.30), y juntos los machos cabríos ofrecen una imagen de cómo Cristo hizo expiación por nosotros. Por su amor, somos perdonados de nuestro pecado y liberados de su poder, como dice Pablo en Romanos 6.18: “Libertados del pecado vinisteis a ser siervos de la justicia”.
En un giro perfecto, es el perdón de Dios por el pecado lo que sirve de base para que podamos perdonar a los demás. Como escribe Pablo: “Sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo” (Ef 4.32). Pero la libertad del pecado que Cristo nos ofrece es lo que nos permite amar como Él amó: “Porque vosotros, hermanos, a libertad fuisteis llamados; solamente que no uséis la libertad como ocasión para la carne, sino servíos por amor los unos a los otros” (Ga 5.13, énfasis añadido).
Justo anoche, tras unas palabras dichas sin cuidado, tuve la oportunidad de volver a elegir: ¿reprender y luego perdonar, o dejar que el amor lo cubriera todo? Sentí esa tensión familiar... y comprendí lo que realmente estaba en juego. Entonces recordé a los machos cabríos, cómo el amor y el perdón brotan del sacrificio que el Señor Jesús hizo por mí. Y esta vez, decidí dejar pasar la ofensa.