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La amiga que no trató de arreglarlo

A veces, nuestra presencia es lo mejor que podemos ofrecer.

Michelle Van Loon 16 de noviembre de 2025

Lo único que quedaba en la habitación de nuestro hijo de 19 años era un colchón gastado, algunas prendas de ropa no deseadas colgando de perchas y material de embalaje esparcido como confeti sobre el piso. Oré diciendo: “¿Y ahora qué, Señor?", pero las palabras parecían chocar contra el techo y romperse en diminutos fragmentos. Después de meses de intentar arreglar las cosas, no quedaba nada más que hacer sino permanecer en silencio y llorar.

Ilustración por Jeff Gregory

Durante un tiempo, parecía que estábamos lidiando con un conflicto adolescente típico. Pero mi esposo y yo no estábamos preparados para la manera en que las cosas habían escalado durante el tumultuoso último año. Después de tomar una larga serie de decisiones peligrosas, nuestro amado hijo se involucró en conductas autodestructivas cada vez peores con compañeros cada vez más tóxicos, antes de irse de casa para buscar “libertad”. 

Aunque el dolor era muy real, no debí haberme sorprendido. Hay un tiempo para cada movimiento en cada temporada de nuestra vida terrenal, nos recuerda el autor de Eclesiastés: tiempo de llorar, y tiempo de reír; tiempo de romper, y tiempo de coser; tiempo de nacer, y morir. La hermosa simetría que se encuentra en los pares de opuestos enumerados (Ec 3.2-8) enfatiza la amplitud y la diversidad de la experiencia humana. Pero cuando una temporada de la vida cambia a otra, esa transición puede ser muy desorientadora si pasa de un tiempo de alegría y emoción a uno de pérdida y cambio indeseado.

Después de que nuestro hijo se marchó, me invadió el remordimiento y cuestionaba una y otra vez cada decisión de crianza que mi esposo y yo habíamos tomado, desde el tipo de pañales que usamos hasta nuestras reglas de la casa sobre la hora de llegada en la noche. Desesperados por orientación, acudimos a amigos bien intencionados. Muchos ofrecieron consejos (muchos de ellos contradictorios), que incluían orar más, ayunar y reclamar promesas bíblicas específicas, aunque a menudo sacadas de contexto para nuestra familia. Algunos insistieron en que debíamos darle ayuda económica mientras que otros sugerían cero asistencia financiera; algunos recomendaban imponer límites estrictos mientras otros animaban a una invitación incondicional a que volviera a casa, sin necesidad de un cambio en su comportamiento. En un momento probamos la mayoría de los consejos que recibimos, pero ninguno alteró la trayectoria de la historia del hijo pródigo que se desarrollaba en nuestra familia. Para cuando nuestro hijo se mudó, estábamos exhaustos y más confundidos que nunca.

El autor de Eclesiastés muy probable evaluaría nuestra situación diciéndonos que hubo una temporada para criar a nuestros hijos, y que ahora habíamos llegado a un momento diferente en el que no teníamos más opción que ver a uno de ellos alejarse de nuestras vidas. Mi dolor y mi miedo me dejaron estancada entre esas “estaciones” mientras oscilaba entre recordar el pasado de nuestra familia y luchar con visiones de un futuro aterrador si nuestro hijo seguía por el camino que había elegido.

Felizmente, Dios sabía que lo que yo más necesitaba en ese momento no era más consejos, sino a alguien que hubiera vivido una temporada difícil similar a la mía. Y Él proveyó a la persona indicada para la tarea. Mi amiga Cricket era una generación mayor que yo y su vida había sido tanto vibrante como difícil. La conocía de la iglesia, pero no habíamos sido tan cercanas. Eso cambió un terrible (pero sanador) sábado por la mañana.

Mi esposo y nuestros otros hijos habían salido, y yo me quedé sola en casa. El silencio amplificaba, una vez más, la tristeza que me envolvía. Me senté en el sofá, conteniendo las lágrimas, atrapada en un lugar oscuro emocionalmente. ¿Estaría nuestro hijo a salvo? ¿Tendría un lugar cálido donde dormir y algo que comer? ¿Estarían las drogas involucradas en todo esto? Mi ansiedad se disparó al imaginar docenas de finales tristes para la historia.

El teléfono sonó, y al levantarlo, escuché la alegre voz de Cricket. Ella dijo: “Estaba orando por ti y pensé en llamarte para ver…”. Se detuvo un momento, atenta a mis sollozos mientras trataba de recuperar la compostura, y luego, con delicadeza, preguntó: “Michelle, ¿te encuentras bien?”.

Esa pregunta desató una nueva oleada de lágrimas. Ella supo por el tono de mi voz que estaba lejos de estar bien. Esperó con paciencia hasta que recuperé algo de serenidad, y dijo: “Tómate todo el tiempo que necesites. Estoy aquí para ti”.

Esas palabras me dieron permiso para dejar salir todo. Lloré y me estremecí de una manera que no me había permitido antes. Fue como si cada partícula de dolor, ira, frustración y miedos reprimidos exigiera su liberación.

Después de unos minutos, cuando el tsunami de lágrimas se había reducido a una suave llovizna, preguntó: “¿Pasó algo?”.

Le conté que me había derrumbado esa mañana, y ella escuchó con atención mientras compartía mis penas y preocupaciones sobre mi hijo.

Cuando terminé, ella dijo: “Si vivimos lo suficiente, a todos nos toca un surco difícil de arar, ¿no es así?”. No era tan poético como lo expresó el escritor de Eclesiastés, pero llegué a aprender más de la esencia de Cricket. Este dicho popular era su manera de resumir la sabiduría de Eclesiastés: que el pecado, el sufrimiento y la pérdida son parte de la experiencia humana. “Parte de ese dolor tiene su raíz en nuestras decisiones imprudentes,” continuó. “Parte es el duelo que viene con la muerte. Y luego está el tipo que estás experimentando ahora, cuando alguien a quien amas se dirige hacia la dirección equivocada, dejándote preocupada e impotente para hacer algo al respecto”.

La sinceridad y las acciones de Cricket reflejaban la sabiduría de Pablo en 2 Corintios 1.3-5: el consuelo que recibimos de Dios en tiempos de sufrimiento está destinado a ser compartido con otros que también están sufriendo. Cricket me compartió después los días difíciles que vivió criando a sus propios hijos, algunos de los cuales también tomaron malas decisiones. No tenía respuestas fáciles para mí ni me dio consejos durante nuestra llamada. Lo que sí me dio fue algo mucho mejor.

También oró conmigo antes de colgar y siguió comunicándose durante los meses siguientes, siempre dispuesta a escuchar y a orar. Su empatía fue un bálsamo impregnado del amor sanador de Dios. Aunque Cricket disfrutaba ahora de una temporada más feliz en su vida, estuvo dispuesta a revivir los días difíciles de su pasado para caminar a mi lado en medio de mi presente desgarrador.

Debido a su cuidado, llegué a reconocer que la mayoría de mis conocidos que me ofrecían consejos compartían fórmulas que habían leído en libros de crianza de hijos o escuchado en programas cristianos de radio. Los consejos, aunque algunos eran buenos, casi siempre solo me hacían sentir más sola. Lo que necesitaba era compañía, comprensión y empatía, ninguna de las cuales se aprende de un libro o una conferencia. Esa capacidad de consolar se logra a través del sufrimiento. Cricket pudo estar presente conmigo y para mí porque tenía algo que otros todavía no habían adquirido: el consuelo que ella había recibido de Dios en sus propios tiempos de oscuridad. Y ella con generosidad me extendió ese mismo consuelo.

Dos décadas después, nuestra historia sigue desarrollándose. No hay una resolución clara ni ordenada que compartir. Pero no tiene por qué haberla. Este es el camino de mi hijo, y yo debo atender el mío. La amistad de Cricket, llena de presencia amorosa y misericordiosamente libre de intentos de dar consejos, es el modelo en el que ahora confío cuando soy invitada a entrar en el duelo y la confusión de otra persona. No puedo “arreglar” los problemas de nadie, como tampoco puedo arreglar los míos, pero puedo ofrecer algo más que palabras vacías. Puedo entrar en el dolor, mirar a la persona a los ojos y decirle: “Te escucho, y estoy aquí para ti, pase lo que pase.” Y eso, a diferencia de tantas cosas, nunca cambiará.

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