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Esto va a doler

Las heridas emocionales no tratadas nos mantienen espiritualmente débiles. Solo a través del perdón podemos hacernos más fuertes.

Seth Haines 27 de julio de 2025

Mujeres musculosas, cabello perfecto, abdominales de acero, alcanzando el cielo, estirándose, sonriendo. Hombres con bíceps como pequeñas montañas, levantando pesas, flexionándose frente al espejo. Los ejemplares físicos que están más en forma no solo sobreviven, sino que también prosperan. Usted los ha visto en el gimnasio, reduciendo pulgadas a sus cinturas, sumando algunas a sus brazos. Trabajan, levantan pesas y toman suplementos, esperando tener un físico que les responda desde el espejo, diciéndoles: “Estás saludable, te ves bien”. Son los fanáticos del gimnasio, los que viven según el viejo dicho: “Sin sacrificio, no hay beneficio”.

Quizás ese sea el secreto de la buena forma física. Un poco de dolor nunca le hizo daño a nadie. De hecho, puede ser muy bueno para el cuerpo. Nos esforzamos a través de la intensidad. El dolor reduce la grasa, expande el límite de los músculos. Trabajar con dolor da resultados. Pero ¿este principio también es válido en lo espiritual?

En el otoño de 2013, desperté de un letargo espiritual. Mi hijo menor, Tito, estaba enfermo de gravedad y caí en una crisis profunda. Al darme cuenta de mi ansiedad, de mi incapacidad para orar de manera eficaz, visité a un terapeuta cristiano. Me senté en su sofá y pregunté: “¿Qué pasa conmigo?”.

Él sonrió con una expresión neutral y entrecerró los ojos. “Vamos a explorar tu pasado. Busquemos la fuente de tu ansiedad”. Quizás era por la enfermedad de mi hijo, dijo, pero tal vez era algo más profundo.

Nos sentamos en oración silenciosa -la mejor herramienta de los terapeutas cristianos- y le pedí al Espíritu que me mostrara el origen de mi ansiedad. En el silencio que siguió, las imágenes se agolparon. Vi a un sanador de fe, aquel de mi juventud que prometió que, con suficiente fe, podría curarme del asma. Su promesa no se cumplió. Recordé al pastor que me atropelló en los primeros días de mi breve carrera en el ministerio juvenil (el que confundía campañas de construcción con verdadero crecimiento espiritual). Pensé en un amigo cuyas mentiras me hirieron en lo más hondo y en un familiar que me engañó. Pensé en decepción tras decepción, la forma en la que el mundo libraba una guerra contra mi fe, que una vez fue tierna, una decepción que me llevó a creer que tanto Dios como los hombres a veces pueden decepcionarnos.

Con el alma enferma, llena de dudas e inundada de caos, pensé en mi yo interior. Mis músculos espirituales se habían atrofiado; mi fe era débil. Mi espíritu estaba raquítico, demacrado y amarillento, una vista que no era agradable contemplar.

El consejero me llevó a las ansiedades. “Va a doler”, dijo, “pero tiene que enfrentar estas decepciones, estos dolores. Adéntrese en ellos; mírelos por lo que son, y pregúntele a Dios qué hacer con ellos”.

En mi sala de estar, noche tras noche, semana tras semana, entraba en las decepciones de mi fe de. ¿Por qué había cargado tanto tiempo con estos dolores? ¿Podría usar estos dolores de la vida como un catalizador para el crecimiento espiritual? Oraba, pedía al Espíritu de Dios que me guiara hacia una verdadera salud del alma. Y esto fue lo que escuché:

Ve al huerto.

Volví a las Sagradas Escrituras, donde el Señor Jesucristo se arrodilló en Getsemaní, angustiado y sudando gotas de sangre. Fue una oración más sincera que jamás se haya susurrado: “Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22.42). Y Dios, por su gran amor hacia nosotros, no cedió. Envió a su Hijo a experimentar el dolor. Bebe la copa del dolor, Hijo; es mi voluntad para el bien de ellos.

Seguí leyendo. La turba echó mano del Señor. Fue ridiculizado, le arrancaron la barba de raíz. Fue azotado y luego lo clavaron en la cruz. No le dieron alivio, sino que lo colgaron y lo dejaron morir. Y allí, habiendo sufrido lo peor que los hombres podían hacerle, antes de que su alma explotara en la gloria del cielo, susurró estas palabras en favor de sus torturadores: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23.34).

El Señor perdonó a sus torturadores.

Su oración es interesante, ¿verdad? Podría haber orado otra cosa, podría haber susurrado: “Padre, perdónales sus pecados”. Después de todo, Él ya había perdonado pecados antes. Por medio de la obra expiatoria de la cruz, estaba perdonando los pecados de una vez por todas. Pero su frase desde la cruz tuvo un significado especial: “Perdónalos, porque no saben lo que hacen”.

Fue la oración que el Señor susurró en su momento de mayor tormento, cuando su espíritu estaba más débil. Y si Jesucristo torturado debe ser nuestro modelo a seguir, si Él es mi esperanza de gloria, ¿no deberíamos extender ese mismo perdón en nuestra propia debilidad espiritual? Perdone a sus acusadores, dice Él, no sabían en realidad lo que estaban haciendo. Me crucificaron, y yo los perdoné.

No hay ninguna duda en cuanto a esto: La práctica de hacer un inventario de nuestros dolores, de aprender de las heridas y las decepciones que deja la vida, no es fácil. Pero al practicar la actitud del Señor Jesús, al ejercitar nuestros músculos del perdón, crecemos en la fuerza de la pasión de Cristo y nos parecemos más a Cristo.

Han pasado dos años desde que me arrastré hasta el banco de pesas espiritual, desde que comencé a nombrar a las personas y a practicar el perdón. Por más que el mundo siga girando, la gente continúa cometiendo sus pequeñas traiciones contra mí. Surgen nuevos dolores. Aparecen nuevas decepciones. Pero si soy diligente en la práctica del perdón, veré cómo la fuerza y la resolución del amor de Cristo fortifican mis huesos, fortalecen al hombre espiritual. Encontraré mi yo espiritual transformado en algo ágil, fuerte y flexible. Y creo que lo mismo le ocurrirá a usted.

El camino del perdón del Señor Jesús no es fácil. Él nunca prometió que lo sería. Pero esto es lo que he descubierto: Que la práctica del perdón alimenta nuestra forma física espiritual. Y que por más difícil que sea, la verdad sigue siendo la misma: Sin sacrificio, no hay beneficio.

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