Hace poco, uno de nuestros hijos entró a mi oficina —tenía su rostro blanco como la ceniza y sus ojos llenos de miedo. Le temblaba el labio, y me confesó que había sido expuesto a una maldad, una vileza demasiado común en nuestro mundo. Algo que ningún corazón joven debería tener que soportar. El encuentro no fue culpa suya, pero ahora sentía un tirón inconfundible hacia la oscuridad, una atracción que todos conocemos aunque no entendamos por qué o cómo se aferra al alma. Tomé a mi hijo y lo acuné en mi regazo, a este hijo que desde hace años es demasiado grande para acunar. “Estoy aquí”, le dije. “No tendrás que enfrentar esto solo. Nunca tendrás que enfrentar esto solo”.
Fotografía por Werner Van Steen
En ese momento, mi hijo no necesitaba instrucciones sobre el pecado y el arrepentimiento. Su miedo demostraba que conocía el mal lo suficiente. Mi hijo me necesitaba a mí. Necesitaba mis brazos fuertes y firmes. Necesitaba escuchar, una y otra vez, que su papá era más fuerte que ese mal y que iría delante de él para enfrentarlo.
Esa presencia firme, esa promesa de adentrarse en el terror y la maldad que nos esperan, es justo lo que el Señor Jesús ha hecho a nuestro favor. Lucas 4.1, 2 nos dice que el Espíritu lo llevó “al desierto… y era tentado por el diablo”. Y si tenemos alguna ilusión de que seguir al Señor garantiza comodidad y seguridad, esta descripción debería causarnos un escalofrío. Pero la tentación del Señor en el desierto fue mucho más que su enfrentamiento personal con Satanás. Él enfrentó al enemigo para ganar la redención del mundo. En esa peligrosa tentación, Cristo logró un triunfo épico, una victoria que resuena en toda la creación y en cada corazón humano.
A lo largo de la Historia, la iglesia a menudo ha comparado la narrativa de la tentación del Señor Jesús con la de Adán y Eva. Una ocurre en un huerto, la otra en un desierto. Una habla de ruina, la otra de redención. El segundo Adán triunfa donde el primero fracasa. Además, la tentación del Señor en el desierto recapitula las tentaciones de Israel. Lucas enfatizó que la lucha del Señor en el desierto duró 40 días. Cualquier judío que escuchara esto recordaría de inmediato las cuatro décadas que sus antepasados vagaron por el árido desierto, esos años sombríos marcados por el pecado, las luchas y el descontento.
Cuando el Señor Jesús, hambriento y agotado, enfrentó al diablo, prevaleció donde Adán y Eva tropezaron, y tuvo éxito donde Israel falló. La primera verdad de la historia de la tentación del Señor no es la explicación de consejos útiles para vencer nuestros deseos (aunque sin duda hay sabiduría en ella), sino más bien el anuncio del hecho cataclísmico de que, en Jesucristo, Dios ya ha asestado el golpe letal. Jesucristo es Señor incluso sobre la tentación y está poderosamente presente con nosotros aun en las situaciones de mayor peligro y perversidad.
Esto significa que, cada vez que nos encontramos atraídos por la embestida de la tentación o la desesperación (o como sea que se manifieste nuestro desierto), Dios ya está allí antes que nosotros. En las situaciones donde más tememos su ausencia, el amor del Padre nos espera, invitándonos hacia Él. El amor divino nos sostiene en la oscuridad y nos llama hacia la luz. Søren Kierkegaard formuló esta verdad como una oración:
¡Padre celestial! Tú nos has amado primero, ayúdanos a no olvidar nunca que Tú eres amor para que esta segura convicción triunfe en nuestros corazones sobre la seducción del mundo, sobre la inquietud del alma, sobre la ansiedad por el futuro, sobre el temor del pasado, sobre la angustia del momento.
Nos equivocamos si creemos que nuestras luchas con el pecado se tratan, en esencia, de nuestra fuerza de voluntad o fortaleza espiritual. La verdad es que nuestros enfrentamientos con el pecado son, ante todo una historia sobre Dios y su gracia, bondad y poder. Si en nuestros momentos de tentación dependiéramos solo de nosotros mismos mientras el Señor espera en un rincón para ver qué tan bien salimos adelante, entonces en realidad estamos perdidos por completo. Pero no estamos solos. Dios no está entre bastidores esperando. Él ha actuado de manera decisiva en Jesucristo, quien enfrentó a Satanás en el desierto y de nuevo en la cruz. Siempre que nos encontramos en la oscuridad, descubrimos que Jesucristo ya está allí, con una sonrisa y una corona de vencedor.