Ante el fracaso, podemos elegir compadecernos de nosotros mismos o culpar a otros. Sin embargo, como creyentes, contamos con una gran ventaja para alcanzar el verdadero éxito. No se trata del éxito según los estándares del mundo, sino del que proviene de Dios: descubrir Su voluntad para nuestras vidas y seguirla con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros.